LA EPIDEMIA DE LA CONCIENCIA SELECTIVA: CUANDO LA PILLERÍA NO DISTINGUE COLORES

Este tipo de situaciones, lejos de ser anécdotas aisladas, son síntomas de una enfermedad más extendida: la erosión de la ética de la responsabilidad individual y colectiva.

Reflexiones24/05/2025 Alejandro Faundez Vera
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El reciente escándalo destapado sobre el uso fraudulento de licencias médicas para fines tan variopintos como viajes de placer al extranjero ha vuelto a sacudir el avispero de la opinión pública. Y con razón. La imagen de individuos aprovechándose de un sistema pensado para proteger al trabajador enfermo o imposibilitado, con el fin de obtener vacaciones pagadas o eludir responsabilidades, es indignante.

Pero la indignación no debería detenerse en aquellos que timbraron su pasaporte gracias a una mentira timbrada. Hay una capa adicional, quizás más silenciosa pero igualmente corrosiva: todos aquellos que, con la misma artimaña, utilizaron licencias falsas o exageradas y, sin moverse de Chile, se ausentaron de sus trabajos, recargaron a sus colegas y defraudaron la confianza de un sistema que, con sus falencias, busca ser un pilar de seguridad social.

Y es aquí donde la náusea se vuelve más profunda. Porque muchos de estos mismos protagonistas de la "viveza criolla", tan pronto a encontrar el resquicio para el beneficio personal ilícito, son los que luego se golpean el pecho hablando de empatía y justicia social. Son los que, en un arrebato de generosidad televisada, quizás aportan mil pesos a la Teletón, esperando el aplauso y la autocomplacencia, mientras en lo cotidiano su "solidaridad" se mide en la capacidad de burlar la norma sin ser descubierta.

Este escenario nos obliga a mirar más allá de las trincheras ideológicas que tanto nos gusta cavar. Como bien se intuye, el problema no reside en ser de derechas o de izquierdas; no se trata de la fe que se profesa o de la ausencia de ella, ni de ser agnóstico o ateo convencido. La corrupción de la licencia médica, el pequeño fraude, la justificación del "si otros lo hacen, ¿por qué yo no?", no lleva carné de militante ni reza a un dios en particular. La tentación de la ventaja fácil, el atajo, la 'pillería' chilena mal entendida, parece ser un virus transversal que no discrimina credos ni colores políticos.

Con demasiada frecuencia, la indignación pública se canaliza hacia los sospechosos habituales: la clase política, las cúpulas eclesiásticas, las grandes empresas. Y no sin razón, pues de quienes ostentan poder se espera un estándar mayor. Pero estos escándalos cotidianos, como el de las licencias, nos obligan a confrontar una verdad más amarga, esa que se murmura en voz baja y que resuena con un cinismo desolador: pareciera que 'el que puede, se aprovecha' o, más crudamente, 'el que puede robar, roba'. Esta máxima, lejos de ser una excusa para la generalización perezosa, es un síntoma de cuán extendida puede estar la fractura ética cuando la oportunidad se presenta y la fiscalización se percibe laxa.

El problema, entonces, dolorosamente, no se agota en esas cúpulas señaladas, sino que radica en una falla más intrínseca, en una dimensión puramente humana. En esa capacidad tan nuestra para la autoindulgencia, para justificar nuestras propias faltas mientras apuntamos con el dedo las ajenas, especialmente si provienen de aquellos a quienes hemos puesto en un pedestal o en la picota pública. Este tipo de situaciones, lejos de ser anécdotas aisladas, son síntomas de una enfermedad más extendida: la erosión de la ética de la responsabilidad individual y colectiva.

Cuando el "ser pillo" se confunde con "ser inteligente" y la honestidad parece un lastre para el progreso personal, estamos en serios problemas como sociedad. Porque defraudar con una licencia, ya sea para recorrer el Caribe o para quedarse en casa viendo series, no es una "viveza". Es un acto de profunda insolidaridad. Es quitarle recursos y legitimidad a un sistema que otros sí necesitan genuinamente. Es reírse en la cara de quien sí cumple, de quien se esfuerza, de quien realmente está enfermo.

Quizás, antes de seguir apuntando con el dedo a las élites –que ciertamente tienen su cuota de responsabilidad–, deberíamos mirarnos al espejo. ¿Cuántas veces hemos justificado pequeñas transgresiones? ¿Cuántas veces hemos optado por el atajo en lugar del camino correcto, aunque sea más largo?

El escándalo de las licencias es solo un reflejo más de que la mayor batalla no está en las grandes declaraciones ni en las afiliaciones, sino en la coherencia diaria, en la honestidad anónima, en entender que la construcción de un país más justo y solidario empieza por casa, por cada uno de nosotros. De lo contrario, seguiremos siendo una sociedad de conciencias selectivas, experta en detectar la paja en el ojo ajeno e incapaz de ver la viga en el propio, sin importar el color político o el credo que se enarbole. Y así, el problema seguirá siendo, simple y trágicamente, el ser humano y su a veces irrefrenable inclinación a tomar lo que no le corresponde cuando cree que nadie mira.

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