LA CALMA SELECTIVA Y EL MONOPOLIO DE LA FURIA

En Chile, la estabilidad no parece ser fruto del consenso democrático, sino del temor a una furia que se activa cuando el poder cambia de manos.

02/06/2025 Alejandro Faundez Vera
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En el debate político actual, muchos se preguntan qué sector garantiza mejor la estabilidad y el orden social. Una revisión honesta del comportamiento de las fuerzas políticas chilenas, tanto en el poder como en la oposición, permite detectar una asimetría inquietante: la calma en las calles depende no tanto de quién gobierna, sino de quién está dispuesto a no incendiar el tablero cuando no gobierna.

Cuando la izquierda alcanza La Moneda, emerge un clima de esperanza para sus bases. Pero curiosamente, la relativa paz que se vive en esos periodos tiene mucho que ver con la actitud de la oposición. La derecha chilena, con excepciones que no niegan la tendencia general, ha mostrado una preferencia clara por canales institucionales: debates en el Congreso, fiscalización, prensa crítica, manifestaciones autorizadas. No es común verla recurriendo a la violencia, ni a sus adherentes llamando a la destrucción del espacio público para expresar su disconformidad.

Este compromiso con las formas republicanas permite que los gobiernos de izquierda gocen de una cierta gobernabilidad callejera. La calma, en esos casos, no es mérito exclusivo del oficialismo, sino también de una oposición que acepta la alternancia y espera el próximo ciclo electoral para volver a disputar el poder.

La izquierda, en cambio, no siempre juega con el mismo código. Cuando no está en el poder —o incluso cuando sí lo está, pero sus expectativas no se cumplen— emergen sectores dispuestos a ejercer presión a través de la protesta violenta, el sabotaje o el caos. No son todos, pero basta una minoría decidida y simbólicamente ruidosa para amenazar la paz social. La protesta legítima se desdibuja cuando algunos creen que “todas las formas de lucha” son válidas, incluyendo incendiar estaciones de metro o atacar la propiedad pública y privada.

Esta asimetría es peligrosa. Si la adhesión a la democracia y a la no violencia depende del lugar que se ocupa en el mapa del poder, el pacto republicano es solo una apariencia. Y aquí viene el punto crucial: una victoria de la derecha podría tener en sí misma el germen del desorden. No por lo que la derecha haga —que puede ser evaluado, criticado o rechazado dentro del marco democrático— sino por la respuesta que ciertos sectores de izquierda podrían desplegar al quedar nuevamente fuera del poder.

Si un sector político solo respeta las reglas cuando le favorecen, entonces no estamos ante un desacuerdo ideológico legítimo, sino ante una amenaza estructural a la convivencia. En tal caso, la estabilidad se vuelve un espejismo, una pausa frágil sostenida por el miedo al estallido, y no una convicción democrática compartida.

Y mientras eso no se corrija, la paz será siempre un paréntesis.

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